Columna de opinión en El Espectador.

La participación ciudadana es una herramienta poderosa para hacer realidad la planeación institucional. Por ejemplo, en el marco del Plan Nacional de Desarrollo “Colombia Potencia Mundial de la Vida 2022-2026″, el gobierno de Petro, al jugársela por una participación deliberante, crítica y propositiva, estaría aportando a la reducción de las desigualdades sociales.

Al menos así se espera que sea con la educación superior. Su enfoque se orienta al acceso, a través de 500 mil nuevos cupos para estudiantes de entornos vulnerables, rurales y afectados por el conflicto armado. Los y las estudiantes, según la apuesta del Plan Nacional de Desarrollo, gozarán del derecho fundamental a la educación bajo el concepto de gratuidad, permanencia y culminación de ciclos de formación. Ojalá, eso sí, con programas académicos que sean relevantes para las juventudes del siglo XXI.

Bajo esa perspectiva, la política pública para la educación superior es ambiciosa. En consecuencia, se requiere de una amplia participación de diversos actores – profesores, directivos, estudiantes, gremios – y de recursos financieros que permitan en corto tiempo mejorar las condiciones de infraestructuras físicas, tecnológicas y de talento humano olvidados por décadas en el país. No olvidemos, que el actual sistema universitario funciona con serias limitaciones, ante la presencia de problemas estructurales como la privatización, escasa financiación y desigualdad en el ingreso del estudiantado.

Por primera vez la educación superior es una prioridad en un Plan Nacional de Desarrollo. A diferencia de gobiernos anteriores, cuyo centro de acción fueron las políticas productivistas y neoasistenciales orientadas por mercados flexibilizados y precarizados para el mundo juvenil. Bajo este enfoque no se logró avanzar en las tareas pendientes de la educación superior como la construcción de currículos pertinentes para los territorios, mejores políticas de bienestar e inclusión del estudiantado, formación y evaluación del profesorado, y acceso de estudiantes de bajos ingresos.

No obstante, no todo es color rosa. El discurso del cambio que se promueve y las nuevas políticas sociales no resuelven un problema central: La distancia entre la formulación de las soluciones y su implementación. Dentro de muy poco, las universidades públicas sentirán las dificultades del “ensamblaje o implementación” de las acciones públicas que han sido formuladas por expertos desde el nivel central de gobierno. Por lo general, se trata de programas y proyectos que son transferidos de forma persuasiva o coercitiva a la administración pública local y la ciudadanía en sus diferentes contextos.

La implementación de la “nueva” política de educación superior en Colombia implica un trabajo colaborativo y una serie de procesos de articulación de una multiplicidad de actores institucionales (varias dependencias de gobierno central, regional y local), sociales (red de actores de la educación), políticos (profesionales de la política interesados en la educación) y económicos (gremios y fundaciones) vinculados a la búsqueda de soluciones de mercado o de ruptura de la inequidades históricas que son generadoras de relaciones de desigualdad en el terreno educativo.

Esperemos entonces que la política pública superior se centre en la innovación pública. Temas como el acceso, es un reto que implica la creación de nuevas universidades, la consolidación de sistemas de regionalización robustos en las universidades públicas, la incorporación de modelos híbridos y de alternancia educativa que aceleró la emergencia sanitaria del COVID-19. Cada una de estas iniciativas deben superar la idea de proyectos puntuales, esporádicos y con escasa financiación gubernamental que son las que se han desarrollado los gobiernos nacionales hasta el momento, para superar brechas educativas.

En antaño, la primacía de enfoques asistenciales en la educación superior fueron los que movilizaron por décadas al estudiantado colombiano, promoviendo una retórica de la participación ciudadana sin autonomía y sin autodeterminación.

En el presente, se requiere de una gobernanza educativa multiactor, para que al momento de garantizar el acceso y la calidad, la participación pase de lógicas pasivas a formas más colaborativas e innovadoras. Este desafío implica un trabajo relacional y territorial con los diversos actores del sector, así como el impulso de comités, grupos de investigación y redes de participación propiciadas por la institucionalidad gubernamental con la pretensión de gobernar los problemas con el apoyo de una ciudadanía más colaborativa y empática con los desafíos de la educación superior.